Este 7 de octubre, mientras recordamos la masacre perpetrada por Hamás hace dos años —cuando más de mil personas fueron asesinadas, secuestradas o quemadas vivas en un pogromo atroz—, en Bogotá se convocaron marchas “pro Palestina”. No es casualidad. Es una fecha escogida con precisión simbólica, y por eso mismo, con gravedad política y moral.
Nadie discute el derecho a solidarizarse con los civiles de Gaza, víctimas del extremismo y del fuego cruzado. Pero hacerlo justo el día que recuerda la masacre de Hamás no es un gesto humanitario, es una provocación, un acto de manipulación del duelo y, en el fondo, una forma de convalidar el horror.
El mensaje —poco— implícito es abrumador, que el terror puede justificarse si se disfraza de resistencia. Que las víctimas pueden olvidarse si incomodan una causa. Ese doble rasero es peligroso, no solo para Israel, sino para cualquier sociedad que pretenda sostener valores democráticos y humanos.
Recordar el 7 de octubre no es un acto político, es un acto de conciencia. Y quienes deciden convertirlo en tribuna para legitimar el crimen se ubican, aunque no lo digan, del lado de los verdugos.