A lo largo de los siglos, filósofos, teólogos y teóricos del conflicto, entre muchos otros, han discutido la naturaleza profunda y compleja del perdón. Sin pretender ser ninguno de ellos, el presente se erige como una opinión personal, que evoca y rememora experiencias propias. Dicho esto, pongo de presente una que coloco como máxima: somos lo que hacemos, no lo que decimos finalmente. ¿Es posible reparar el daño causado simplemente disculpándose? ¿Es suficiente perdonar y ser perdonados, y cómo podemos sanar las heridas infligidas a otros?
La palabra «perdón» tiene su origen etimológico en el latín «perdonare», que significa ceder completamente, olvidar una falta, librar de una deuda o pecado. Este término se estructura a partir del prefijo «per-« (completamente, total) y «donare» (regalar). En esencia, el perdón implica la remisión de una pena merecida, una ofensa recibida o una deuda contraída. También se asocia con la indulgencia y la liberación de la culpa o la responsabilidad por una ofensa o error[1].
Dicho de otra forma, el perdón nos permite alejarnos del dolor causado por el resentimiento o el deseo de venganza hacia quien nos ha dañado. Es una acción que puede ser tanto personal como social, con un profundo impacto emocional, físico y psicológico tanto para quien perdona como para quien es perdonado. Sin duda, este es un gran paso para resolver los problemas que nos agobian, tanto como individuos como sociedad. No obstante, surge la pregunta: ¿es suficiente perdonar y ser perdonados? ¿Repara esto todo el daño causado?
También, es imperativo distinguir entre individuos y comunidades, así como considerar la magnitud del daño infligido. No es lo mismo traicionar o mentir que expoliar, discriminar o asesinar. Tampoco es igual afectar a una persona que a una comunidad, ni perpetrar un acto una vez que de manera reiterada durante mucho tiempo.
Consideremos el ejemplo del pueblo judío[2]. El cual se vio forzado a migrar alrededor del mundo y ser como una moneda que va de mano en mano sin un lugar seguro donde estar, debido a una serie de circunstancias históricas (las diásporas). Encontraron un hogar en Sefarad (Península Ibérica), a lo largo del Rin, desde Alsacia hasta Renania (Europa central y oriental), así como en Oriente Medio y el norte de África. Allí se encontraron con numerosos enemigos, de los cuales solo quedan reminiscencias hoy[3].
Con el auge del cristianismo en Europa[4], el panorama cambió drásticamente. El cristianismo se consolidó como la principal fuente de antisemitismo religioso[5], segregando y apartando al judío en los llamados guettos. Bajo el entendido de que el judío no podía ser eliminado —pues el Dios cristiano también lo era, así como sus apóstoles—, se excluyó a este grupo para recordar a la cristiandad lo que ocurría cuando Dios confiaba en un pueblo y este le traicionaba.
Como consecuencia de esto se dictaron innumerables codificaciones legales para profundizar estas diferencias, al decretar cómo debía jurar un judío, cuánto valía su palabra y qué profesiones podía ejercer, entre otros puntos. Por ejemplo, puede verse Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio.
El trato inequitativo y excluyente llevó a un sector significativo de la población judía a amoldarse externamente a la religión oficial, aunque internamente mantenían su fe tradicional. Estos «cristianos nuevos» o «cripto-judíos» fueron vistos como una amenaza para la sociedad y sus valores establecidos, lo que culminó en la vorágine de persecución de la Inquisición española y portuguesa, cuyo objetivo último era juzgar a los herejes y a los cristianos nuevos (judíos conversos) que negaban el cristianismo como verdad.
Tal situación, entre otras, provocó la promulgación de numerosos edictos y leyes de expulsión y confiscación de bienes de manera repetida a las comunidades judías, como en Francia en 1182, 1306, 1321, 1322, 1394; España en 1492 y Portugal en 1496. (Solo por referir aquellas expulsiones al interior del mundo cristiano Católico)
Durante aproximadamente 2000 años, la persecución contra los judíos y su religión fue abrumadora, incluso manifiesto en el doloroso silencio durante la Segunda Guerra Mundial y la penosa pasividad por parte de muchos miembros del Vaticano pese a conocer de manera extensa y detallada los horrores que cometían los Nazis[6].
De otra parte, el Concilio Vaticano II estatuye un manifiesto de reconciliación al deprecar que “la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.”[7]
De lo antelado queda la pregunta: ¿es suficiente perdonar y ser perdonados? ¿Con estas declaraciones de la Iglesia Católica se saldó la pena recibida y se curaron las heridas dejadas?
La respuesta es un rotundo NO. Como se mencionó, las personas no somos lo que decimos sino lo que hacemos. Desafortunadamente, mucho tiempo después de estos eventos y su punto de inflexión, el actuar de muchos sigue siendo el odio, demostrando lo contrario a lo que se dice.
No se puede generalizar, pues quien lo hace siempre se equivoca, pero la realidad es que lo que pretenden esas palabras aún está muy lejos, y en todo caso no dejan de ser eso, palabras. Lo anterior es una muestra de lo que se quiere señalar: el perdón es solo un escaño en la escalera de la reparación. El perdón no es suficiente per se, aun cuando se da con sinceridad y se acepta con el corazón abierto. Lo que permite es transformar las heridas en oportunidades de reconciliación y construcción, pero es solo el primer paso.
Ahora bien, el perdón debe antecederse del reconocimiento. No se puede pedir perdón de manera sincera sin ser conscientes del daño causado. Debemos aceptar la responsabilidad de nuestras acciones y admitir el daño causado sin excusas o justificaciones.
Luego de reconocer y pedir perdón, la consecuencia natural es escuchar a quien hemos dañado. Estos actos no pueden ser jamás unilaterales. Debemos comprender cómo nuestra acción afectó a la otra persona y esto solo se logra escuchando.
Posteriormente, incluso antes de ser perdonados, debemos compensar en su justa medida el daño causado. Es cierto que hay daños irreparables (como el asesinato), pero está en nuestras manos intentarlo y llevar a esa persona o grupo al estado más cercano al que se encontraba, o de no ser posible, ofrecer una compensación simbólica que les ayude a sanar. Este punto va unido al cambio de comportamiento o la no repetición, estableciendo un cambio real y consciente que asegure a la persona dañada que estos comportamientos no ocurrirán de nuevo, no solo hacia ella, sino hacia nadie.
Todo lo anterior está relacionado con el paso del tiempo. Aunque el tiempo no cura todo, sí ayuda a cicatrizar. Puede tomar más o menos tiempo dependiendo de la persona. Solo en ese lapso será posible el perdón y la posterior reconciliación. Recordemos que el perdón no es el objetivo final, sino una de las metas, ya que al final es un proceso mutuo y no debe ser impuesto ni acelerado.
En consonancia con lo anterior, dentro del judaísmo, el perdón aparece como un valor y un verdadero mandamiento. Según el libro de Shemót, Perashát Ki Tissá, capítulo 34-7, El Eterno es recordado como el que guarda misericordia a millares: “Conserva los méritos hasta miles de generaciones; disculpa pecado, falta y error; y absuelve, aunque no del todo.”[8] Esto significa que las buenas acciones de una persona generan recompensas y beneficios no solo para él mismo, sino también para sus descendientes, hasta miles de generaciones. Es por este favor de Di-s que el Pueblo de Israel recibe hasta hoy los beneficios de los méritos de sus ancestros y cumple con ellos el pacto que hizo con estos.
En línea de principio para el judaísmo, los requisitos o condiciones para recibir el perdón divino son: la confesión, el arrepentimiento sincero y de corazón y la promesa de no reincidir. Estas condiciones son imitadas por el perdón humano, aunque se agrega la rectificación y la disculpa a los ofendidos, en suma, los expuesto anteriormente.
Podemos decir como corolario que el perdón es un componente esencial del proceso de sanación y reconciliación, pero no es suficiente por sí solo. Requiere un reconocimiento sincero del daño causado, una compensación adecuada y un cambio de comportamiento genuino. Solo entonces, a través del tiempo y el esfuerzo mutuo, podemos aspirar a una verdadera reconciliación y reparación del daño infligido.
[1] Diccionario de la Lengua Española. 300th edn (2014). Madrid: Real Academia Española: Espasa. Pág 1681.
[2] Johnson, P. (2010) La Historia de los judíos. Barcelona: Zeta Bolsillo.
[3] Baudy, N. (1969) Las Grandes Cuestiones Judías. tr. De Vicente de Artadi. Barcelona: Plaza & Janes.
[4] Johnson, P., Leal, A. and Mateo, F. (2023) Historia del Cristianismo. Barcelona: Ediciones B.
[5] Tucci Carneiro, M.L. (2016) Diez mitos sobre Los judíos. Madrid: Cátedra.
[6] Hayes, P. (2018) Las razones del mal: ¿Qué fue realmente el Holocausto? Crítica. Capítulo 7 y 8
[7] Iglesia Católica. Concilio Vaticano II – Documentos completos (p. 220). Oficina de Información del Opus Dei en España. Edición de Kindle.
[8] Babor, Mordejai. La Torá (Jumash). Edición Mor-Deror. Hebreo-español, transliterada y comentada (Spanish Edition) (p. 780). Iojai Boim. Edición de Kindle.