LA GUERRA, LA JANUCÁ Y SUS ENSEÑANZAS

En ocasión con lo que hoy pasa en el mundo, que desde luego causa en todos una zozobra, un miedo y un temor nunca antes vividos por nuestra generación, el temor constante de que aunque ocurra al otro lado del mundo, esa guerra causada por la ambición, las ínfulas de poder, el desprecio por la vida y la naturaleza; nos causa gran angustia acá, porque no se sabe que es lo que hay en la cabeza y en los corazones insensibles de esos desviados que amenazan la tranquilidad, ora la paz, ora el futuro.

Y fueron precisamente los vientos de la guerra los que hicieron encender cuál bombilla un recuerdo guardado en mi, el recuerdo de una historia del pasado sobre una guerra, sobre un conflicto al igual que este, lleno de miedo, de muerte, de desprecio por la vida humana, una violencia genocida a aquel que piensa y quiere diferente a nosotros, un sectarismo marcado en las sociedades humanas, que hacen justificarnos aun en las mas pequeñas diferencias para dañar, herir y humillar al otro; recordé entonces la historia, la que muchos consideran no mas que una fabula, el relato del milagro de la Janucá.

En el tiempo del segundo templo (Beit Hamikdash) cuando el imperio heleno hacia avanzar sus huestes y conquistaba cuanto se le atravesaba, este poderoso imperio llego a la tierra de Israel, conquistando y asesinado a su paso, pero aun peor que la propia conquista fue que Antíoco pretendió alejar a los judíos del judaísmo, la cereza del pastel, esa fue la medida mas dañina, la mas dolorosa y perjudicial, querer prohibir lo que uno es, en lo que uno cree, pues los seres humanos somos hijos de la memoria, cada uno de nosotros es una actualización de un pasado que sigue vivo, soy lo que soy gracias a mis recuerdos, vivencias y experiencias si me quitan esa memoria soy un muerto viviente que se dirige hacia un fin que no tiene sentido, uno plástico y material, superficial con culto al cuerpo como los helenos, el yo sobre el todo, el cuerpo, las perfectas simetrías del rostro, los cabellos claros, las narices respingadas, las perfectas proporciones del torso, en fin, el forrarnos con una mascara hipócrita.

Antíoco declaró ilegal la observancia del judaísmo, y quien trasgrediera esa ley podía ser condenado a la pena de muerte, ese extremismo hizo que muchos judíos algunos por temor, otros por convicción se convirtieran al helenismo, se identificaron con el culto al cuerpo, cambiándose de nombres, adorando a dioses helenos, casándose y teniendo hijos con no judíos o gentiles, esto provoco como es lógico una grieta en la base de la vida judía y en la practica del judaísmo, una perdida de identidad que amenazaba toda la cultura y tradición milenaria.

Pero cuando parecía que no podía ir a peor los helenos que querían humillar mas a los judíos los retaron y obligaron a que sacrificaran cerdos en el Beit Hamikdash para los dioses griegos, y un grupo reducido en número de judíos que habían retrocedido casi hasta caer, decidieron guiados e inspirados por Matityahu, y mas tarde por su hijo Yehuda el Macabeo, luchar contra los invasores, este pequeño grupo desato una guerra contra el ejercito heleno.

Entonces el rey Antíoco envió miles de huestes militares para acabar con la rebelión de aquel pequeño grupo de judíos rebeldes, pero este movimiento fue inocuo, después de tres años de incesantes combates, los judíos Macabeos de manera “milagrosa” obtuvieron la victoria contra obviamente todos los pronósticos de los generales y aun de los judíos helenos, y con ese triunfo sacaron al invasor de la tierra de Sion.

Conquistada la victoria la hueste maravillosa de Macabeos se dirigió al Templo Sagrado y encontró una escena dolorosa, que mortifico al grupo, pues el lugar estaba profanado, con decenas de estatuas de dioses helenos, cadáveres de animales, incluidos cerdos, sacrificados a esos ídolos, ante ello los Macabeos no se lo pensaron dos veces y limpiaron, purgaron y reinauguraron el templo un 25 de Kislev y cuando era turno de encender la menorá, faltaba un elemento para ello, el aceite, así que buscaron por todos los rincones y solo hallaron una vasija de aceite con el sello del sanedrín, con ese poco y escaso aceite encendieron de todas formas la menorá, y aquel que debía durar para un día, hizo arder el fuego siete días mas, el tiempo suficiente y exacto para producir mas aceite.

Desde entonces y con muy pocas excepciones los judíos han observado milenariamente esta festividad durante ocho días seguidos, pero no en honor al triunfo militar o bélico, sino al milagro del aceite, y he ahí la cuestión, ¿Por qué no celebrar el triunfo militar y en cambio si festejar un “milagro” insignificante como que el aceite durara ocho días?, esto nos muestra una enseñanza de vida, y es que no tenemos por que en ningún caso ufanarnos en la guerra, pues esta trae siempre consigo muerte, dolor, heridos, degradación de los asentamientos, destrucción y desesperanza, aun cuando se es el ganador, en realidad poco o nada hay que celebrar, pues de por medio siempre hay bajas, la guerra jamás será un evento de fiesta y algarabía, la muerte y la sangre no lo pueden ser, por eso se celebra algo mas “insignificante”, menos trascendente como el milagro del aceite, porque preferimos festejar eso antes que la violencia y la victoria militar que trae aparejada, como se ha retratado, el señor de las moscas.

Pero ese milagro también tiene un trasfondo metafísico y espiritual, no se enciende un fuego nada mas, es una manifestación material, corpórea de que mi fe esta encendida y que con ella se da luz, como la Janukiá; y vida a alguien mas, es el fuego imperecedero de la emuná (fe en Di-s) y el recuerdo de que nosotros debemos actuar como el shamash (la vela que enciende a las otras), pues cuando hablamos de bienes espirituales, en oposición a bienes materiales, entre más comparto, más tengo, si comparto mi conocimiento, mi fe, o mi amor con otros, no tendré menos; siempre tendré más.

Con el apoyo de:

«No tenemos en ningún caso que ufanarnos en la guerra, aun cuando se es el ganador, en realidad poco o nada hay que celebrar, pues de por medio siempre hay bajas, la guerra jamás será un evento de fiesta y algarabía, la muerte y la sangre no lo pueden ser.»

— Santiago Pérez Hernández

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