«Este es un evento que cambio la historia, que plasmo unos principios que fueron y son aun hoy de talante universal»
La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por la Asamblea el 26 de agosto de 1789, establecía la igualdad de derechos y deberes, de manera tal, que era válida no sólo para Francia, sino para todo el mundo.
Los hombres nacían y vivían libres. Las leyes establecían los límites de la acción individual: lo que no estaba prohibido por ellas no podía castigarse. Nadie podía ser acusado, arrestado o detenido sino en los casos contemplados por la ley. La Declaración sancionaba además del derecho a la libertad de religión, de pensamiento y de opinión. La fuerza pública tenía el deber de salvaguardar los derechos de los ciudadanos, todos debían pagar los impuestos, teniendo derecho a controlar su empleo, su cuota, su distribución, su recaudación y su duración.
La propiedad era considerada un derecho inviolable; podía suprimirse sólo por razones del bien común, pero siempre con una indemnización adecuada. Después de la Declaración, la Asamblea nacional seguía elaborando lentamente, pero con seguridad, los principios de la nueva carta constitucional que preveía, siguiendo el ejemplo de la inglesa, una neta separación entre el poder dividido en tres ramas (legislativo, ejecutivo y judicial). Quedaba al soberano el derecho de veto por el cual podía bloquear durante cuatro años toda decisión tomada por los diputados. Otra contradicción era que la plenitud de derechos políticos sólo correspondía a los ciudadanos activos, a saber, los que pagaban un impuesto igual a por lo menos tres días de trabajo. Los otros, ciudadanos pasivos, quedaban excluidos y no podían elegir a sus representantes. En resumen, la revolución había tomado una línea burguesa, y el pueblo seguía siendo una masa explotada o por explotar.
En cuanto a Luis XVI, perdió en este tiempo una magnífica ocasión. No quiso colaborar con la Asamblea nacional, no dio su aprobación a la Declaración de derechos y ni siquiera a la abolición de la servidumbre feudal; más aún, dejaba entrever que tarde o temprano se pondría en contra de la Asamblea nacional. Pero el alza en los precios, el descontento general y la noticia de que en Versalles durante una fiesta se he dicho cosas incendiarias contra la revolución llevó a los revolucionarios a asaltar las mansiones reales. Sólo la intervención de la guardia nacional salvó al rey. Luis XVI fue obligado a volver a París y aceptar todas las decisiones de la Asamblea nacional.