Dentro el vasto y perenne océano de la reflexión humana, pocas voces resuenan con la claridad, la profundidad y la atemporalidad de la del eminente psiquiatra y filósofo Viktor Frankl.
En su obra maestra, ‘El Hombre en busca de Sentido’, Frankl nos brinda una exploración exhaustiva y conmovedora de la naturaleza del sufrimiento humano y la búsqueda incesante del significado en medio de la adversidad. En este artículo, nos adentraremos en el universo de Frankl a través de una selección cuidadosamente elaborada de sus frases más reveladoras y conmovedoras.
Desde la oscuridad de los campos de concentración hasta las alturas de la esperanza y la redención, las palabras de Frankl resuenan con una resonancia eterna que despierta nuestra conciencia y nos inspira a encontrar sentido y propósito en cada experiencia de la vida.
Únase a nosotros en este viaje intelectual y espiritual mientras exploramos las profundidades del alma humana a través de la lente perspicaz y conmovedora de Viktor Frankl.
El panorama cambia radicalmente si, ante cada tumba, el espectador juega con la imaginación y percibe un sinfín de vidas malogradas: en ese hueco podría yacer una persona que, en plenitud de energías, emprendía un prestigioso proyecto profesional…; aquí, una madre que ha muerto con la angustia de ignorar cuál ha sido la suerte de unos hijos arrancados de su regazo…; allá —uno junto al otro—, un matrimonio, un hombre y una mujer que, tras sortear los avatares de una larga existencia, esperaban con sosiego envejecer juntos…; más allá, a una joven le abortaron los sueños de un feliz matrimonio…; todavía más allá, el cuerpo inerme de un niño o una niña que aún conserva la sonrisa, helada, de una vitalidad en expansión… Esa suma de sufrimientos silenciosos, más el infernal horror de la brutal monstruosidad, aciertan a vislumbrar el dramatismo y la barbarie de los campos de concentración…
Solo quien ha padecido esas atrocidades podría revelar las vivencias de los reclusos.
Se escuchó un grito angustiado: «¡Hay un letrero que dice «Auschwitz»!». Sentimos que se nos paralizaba el corazón. Auschwitz, ese nombre evocaba las mayores atrocidades: cámaras de gas, hornos crematorios, el exterminio.
La realidad no iba a diferir de lo imaginado; lentamente, teníamos que acostumbrarnos a la inmensa y terrible barbarie.
Nos aferrábamos a una débil esperanza, e incluso frente a la evidencia creíamos que aquello no sería tan cruel.
Mientras esperábamos la ducha se nos hizo patente nuestra desnudez, en su sentido literal: éramos solamente un cuerpo. Nada más. Solo poseíamos la existencia desnuda.
Nos sentimos embargados por un humor macabro. Ese humor lo provocaba la conciencia de no tener nada, excepto nuestra ridícula existencia desnuda.
Yo creía que ciertas cosas eran imprescindibles, que no podría dormir sin esto, o vivir sin aquello.
Si alguien nos hubiera preguntado si la afirmación de Dostoyevski que define al hombre como un ser que puede acostumbrarse a todo era cierta, habríamos contestado: «Sí, el hombre puede acostumbrarse a todo, pero no nos pregunte cómo lo hace».
La apatía generalizada que lo llevaba a una especie de muerte emocional.
En esa situación no es el dolor físico lo que más hiere (y esto vale tanto para los adultos como para los niños castigados), sino la humillación y la indignación por la injusticia, el sinsentido de todo eso.
Una indignación suscitada menos por la crueldad física o el dolor que por el insulto. En aquel momento, me hirvió la sangre al verme juzgado por un hombre que no sabía nada de mí,
Comprendí, con toda crudeza, que ningún sueño, por horrible que fuera, podía ser peor que la realidad del Lager a la que cruelmente iba a devolverlo.
Cuando desparecían las últimas capas de grasa subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, podíamos ver que nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos.
En realidad, este cuerpo, mi cuerpo, ya es un cadáver. ¿Qué ha sido de mí? No soy más que una mínima parte de una gran masa de carne humana, encerrada tras la alambrada de espino, hacinada en un barracón de adobe. Una masa que cada día se descompone, porque ya no tiene vida.
El recién llegado se sorprendía, con frecuencia, de la admirable convicción de las creencias religiosas de los reclusos. Eran estremecedores los momentos de oración y los ritos improvisados en un rincón del barracón o en la penumbra del camión de ganado en el que volvíamos al campo desde el distante lugar de trabajo, cansados, hambrientos, helados, con las ropas harapientas.
Pese a la bajeza física y mental imperantes en el campo de concentración, podía cultivarse una profunda vida espiritual.
El daño infligido a su ser íntimo fue menor, pues eran capaces de abstraerse del terrible entorno y adentrarse, a través de su espíritu, en un mundo interior más rico y dotado de paz espiritual. Solo así se explica la aparente paradoja de que los menos fornidos soportaran mejor la vida del campo que los de constitución más robusta.
El amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Percibí entonces, en toda su profundidad, el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias intentan comunicar: la salvación del hombre consiste en el amor y pasa por el amor. Comprendí que un hombre despojado de todo todavía puede conocer la felicidad — aunque sea solo por un instante— si contempla al ser amado. Incluso en un estado de desolación absoluta, cuando ya no cabe expresarse mediante una acción positiva, cuando el único logro posible consiste en soportar dignamente el sufrimiento, en tal situación, el hombre es capaz de realizarse en la contemplación amorosa de la imagen de la persona amada. Por vez primera entendí el significado de las palabras: «Los ángeles se abandonan en la eterna contemplación amorosa de la gloria infinita».
El amor trasciende la persona física del ser amado y halla su sentido más profundo en el ser espiritual, el yo íntimo.
Nuestros pensamientos a menudo se concentraban en esos detalles insignificantes con tanta intensidad que casi nos hacían llorar.
El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es sabido que el humor, más que cualquier otra cosa en la existencia humana, proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque sea un instante.
Los intentos por desarrollar el sentido del humor y ver la realidad bajo una luz humorística constituyen una especie de truco que aprendemos en el arte de vivir.
El sufrimiento, sea fuerte o débil, ocupa el alma y toda la conciencia del hombre.
Nadie puede juzgar, a menos que pudiera asegurar, con absoluta certeza, que no habría hecho lo mismo en una situación semejante.
Influido por un entorno que no reconocía la vida y la dignidad humanas, que despojaba al hombre de voluntad y lo reducía a «carne de exterminio» (no sin antes exprimir sus fuerzas al máximo), la persona acababa por perder sus principios morales. Si en un supremo esfuerzo por conservar la dignidad, el prisionero no luchaba por mantener sus principios, terminaba por perder la conciencia de su individualidad – un ser con mente propia, con voluntad e integridad personal— y se consideraba una simple fracción de una enorme masa de gente: la vida descendia al nivel animal.
El prisionero de un campo de concentración padecía un miedo atroz a tomar decisiones o a tener cualquier tipo de iniciativa. Era la consecuencia de sentirse un juguete del destino, como si no pudiera interferir en el curso ya marcado.
Tras la tensión y la excitación de los últimos días y las horas pasadas, en esta carrera contrarreloj contra la muerte, nuestras plegarias por la paz eran tan fervientes como las más ardorosas jamás musitadas por una voz humana.
Advertimos lo incierto de las decisiones humanas, especialmente cuando de vida o muerte se trata.
La mayoría de los prisioneros sufrían una especie de complejo de inferioridad. Todos habíamos sido — o creíamos haber sido— «alguien» en la vida anterior al internamiento. Ahora se nos trataba como si no fuéramos nada, como si no existiéramos.
La experiencia de la vida en el campo de concentración demuestra que el hombre mantiene su capacidad de elección. Abundan los ejemplos, a menudo heroi-cos, que prueban que se pueden superar la apatía y la irritabilidad.
El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles estados de tensión psi-quica y física.
Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad humana — la libre elección de la acción personal ante las circunstancias— para elegir el propio camino.
El tipo de persona en que se convertía cada prisionero era más el resultado de una decisión personal que el producto de la tiranía del Lager. De modo que cada hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser —espiritual y mentalmente— y conservar su dignidad humana.
Esa libertad interior, que nadie puede arrebatar, confiere a la vida intención y sentido.
La observación psicológica de los prisioneros ha demostrado que el que sucumbía a las influencias degradantes del Lager era quien ya previamente se había abandonado en el nivel espiritual y humano, quien ya no poseía amparo moral.
El hombre que se dejaba vencer por la ausencia de futuro ocupaba su mente con pensamientos retrospectivos. Ya me he referido a la tendencia a refugiarse en el pasado para apaciguar el horror del presente haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su realidad acarrea ciertos riesgos.
Las circunstancias excepcionalmente adversas otorgan al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo.
Preferían cerrar los ojos y refugiarse en el pasado. Para esas personas, la vida perdía todo su sentido.
El prisionero que perdía la fe en el futuro — en su futuro — estaba condenado. Con la quiebra de la esperanza faltaba, asimismo, la fuerza del asidero espiritual; se abandonaba y decaía y se convertía en un sujeto aniquilado, física y mentalmente.
Quienes conocen la estrecha relación entre el estado de ánimo de una persona — su valor y su esperanza, o la falta de ambos— y la capacidad de su sistema inmunológico comprenderán que la pérdida repentina de esperanza puede desencadenar un desenlace mortal.
Siempre que se presentaba la oportunidad, era preciso infundir un porqué —un objetivo— a su vida, con el fin de fortalecerlos para soportar el terrible cómo de su existencia.
Lo que se necesita urgentemente en tal situación es un cambio radical de nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y enseñar a los hombres desesperados, que en realidad no importa lo que esperamos de la vida, sino que importa lo que la vida espera de nosotros.
Tenemos que dejar de preguntar por el sentido de la vida y en su lugar percatarnos de que es la vida la que nos plantea preguntas, cada día y a cada hora.
En las horas difíciles siempre había alguien —un amigo, una esposa, una persona viva o muerta, o un dios — que observaba nuestro comportamiento y no querría sentirse decepcionado; al contrario, confiaba en que sabríamos sufrir con orgullo — no miserablemente— y que moriríamos con dignidad.
No quería morir en vano, ninguno de nosotros lo queríamos.
Se necesitaba tiempo y paciencia para que estos hombres aceptasen la lisa y llana verdad de que nadie tiene derecho a hacer el mal, aunque se haya sufrido una atroz injusticia.
Este sentido es único y específico, en cuanto es uno mismo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra el hombre un significado que satisfaga su voluntad de sentido.
El hombre, no obstante, ¡tiene la capacidad de vivir, incluso de morir, por sus ideales!
En todo momento el hombre debe decidir, para bien o para mal, cuál será el monumento de su existencia.
Con frecuencia el hombre solo observa la rastrojera de lo transitorio y pasa por alto el fruto ya granado del pasado, donde han quedado cincelados los valores, todos sus gozos y sufrimientos.
El hombre es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios.
Con el apoyo de:
Frases extraídas literalmente: Frankl, V. (2021). El hombre en busca de sentido. Herder Herder.