LA OBRA DE MUNDANIZACIÓN DE LA IGLESIA

Santiago Pérez Hernández

La Iglesia Católica, como órgano terrenal, está conformado por hombres. De allí, que sea inevitable que esos hombres hayan tendido a deformar en sentido mundano las que hubieran debido ser altas exigencias espirituales. En todas las épocas, pero especialmente a comienzos del siglo XIV, hubo quienes predicaban el retorno del cristianismo a sus humildes orígenes. En el tapiz del cristianismo, las protestas han dejado huellas profundas, dando lugar a cambios significativos y a veces radicales. Un ejemplo excepcional de esto es el siglo XI, una época en la que las protestas de los maniqueístas, quienes buscaban la renovación de las costumbres, impulsaron el fortalecimiento del clero y la cúspide del poder eclesiástico. Fue precisamente de las filas de este movimiento de donde surgió un líder reformador, Anselmo de Baggio, que ascendió al trono papal bajo el nombre de Alejandro II, reinando desde 1061 hasta 1073. Bajo su liderazgo, la Iglesia experimentó una renovación en sus prácticas y una reafirmación de su autoridad espiritual.

Sin embargo, no todas las protestas tuvieron el mismo resultado. Durante el Gran Cisma de Occidente (1378-1417), la sede de Pedro se convirtió en un campo de batalla, disputada por tres Papas elegidos por diferentes facciones de cardenales. En este contexto de división y conflicto, surgieron figuras como Juan Wycliffe en Inglaterra y Jan Huss en Bohemia, ambos teólogos reformadores que desafiaron el lujo del clero y la venta de indulgencias, defendiendo una interpretación personal de las Sagradas Escrituras.

En contraste con estos esfuerzos de reforma, Papas como Alejandro VI, Julio II y León X parecían estar más absortos en la conquista del poder terrenal, el lujo y los placeres mundanos, y en las artes, que en el bienestar espiritual de la Iglesia que debían liderar. Su indulgencia en los placeres del mundo y su aparente desinterés por la guía espiritual de su rebaño, revelan una desconexión con los ideales de la fe que juraron defender, marcando una notable desviación del propósito esencial que supone la Iglesia.

En este contexto, hubo un tiempo dominado por el choque de titanes, las grandes familias, cuyas rivalidades y luchas de poder eclipsaban incluso la ostentación desmesurada que caracterizaba la época. La magnífica Roma, cuya esencia religiosa se veía reducida a un segundo plano, se transformaba en una metrópoli profana, un escenario donde los abusos y la decadencia se exhibían sin reparo alguno.

Los vástagos de la nobleza eran consagrados como obispos o abades en un juego de favores y privilegios, siendo aún trémulos infantes. El objetivo no era otro que permitirles el disfrute de las rentas de las abadías y los feudos eclesiásticos, un lujo desmedido que empañaba la sagrada esencia de la iglesia. El clero, lejos de preservar su pureza espiritual, se sumergía en los placeres de la corte y las artes militares, borrando las líneas que separaban lo sagrado de lo mundano. Cuando Luis XII hizo su entrada triunfal en Italia, su estado mayor estaba compuesto por tres cardenales, dos arzobispos y cinco obispos, un ejemplo claro de la profunda inmersión de la iglesia en los asuntos terrenales.

Este panorama chocaba profundamente con la conciencia de la época, que se abría a nuevos horizontes movida por los grandes descubrimientos geográficos, como el de América en 1492, un año marcado también por el edicto de Granada en España, que buscaba expulsar al judaísmo para evitar su influencia sobre los cristianos nuevos.

Los cambios económicos, fruto de estos descubrimientos, y un desarrollo cultural sin precedentes marcaban un contrapunto al panorama político y religioso. La época nos legó nombres como Leonardo da Vinci, cuyo estudio meticuloso del orden de la naturaleza y la interrelación causa-efecto le llevó a exclamar «¡estos son los milagros!». Maquiavelo, que logró trascender los prejuicios morales y teológicos para buscar la verdad de la realidad. Y Copérnico, que desafió la concepción ptolomeica de un universo cerrado, absoluto y finito, con la Tierra como centro, abriendo así un nuevo camino para la ciencia.

Este fue un tiempo de cambio y cuestionamiento, de exploración y descubrimiento, una época que nos dejó un legado de conocimiento y avance que aún hoy sigue influyendo en nuestra percepción del mundo.

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